lunes, 22 de mayo de 2017

Stracciá

Una cosa es que a uno le guste el vino y otra cosa que sea un borracho, Stracciá no era borracho. Tomaba su copa, su vaso y si la cosa venía bien barajada, en vez de un vaso eran dos. Sobre todo si el asunto era en el boliche del Almacén La Confianza y el bolichero se llamaba Aldo. El dueño del boliche sabía. Se hacía el gil pero toleraba que a tipos como Stracciá, Carbonetti o alguno de sus pares se le cobrara la mitad. Aldo también sabía con quién o por qué, el patrón los aguantaba.
Stracciá alquilaba una pieza en el Empedrado, al lado del Bar de Mingo Bugarini. Era italiano pero hablaba muy poco. Casi no hablaba. Cuando se le ocurría ayudaba al repartidor de Torre cuando llevaba el carrito con la mercadería que los marineros compraban en el almacén, cruzando la playa ferroviaria más grande de América del sur. Algunas vías levantadas obligaban a los carreritos a levantar las ruedas de la pesada carrindanga una y otra vez. Stracciá hacía esa tarea con la mejor buena voluntad y el mejor espíritu de sacrificio. Sabía que después, en el estaño, recibiría pan, fiambre, el vinito,,, Se lo había ganado.
Muchas veces Aldo lo visitaba en su aguantadero de Guillermo Torres. Tomaban mate, charlaban -era el único momento de expansión- y sus dificultades intelectuales parecían atenuarse ante el amigo. Había olvidado casi por completo los tiempos lejanos de su niñez y ya no tenía las ilusiones que lo habían traído desde su tierra, que ya ni añoraba. A través de su ropa envejecida de tiempo y de parches se le adivinaban las manchas de su cuerpo sin amor, sin emoción.
A Stracciá siempre le faltaron cariño y amigos. Pero aunque nunca lo haya sabido, hay alguien que cuando recuerda su paso por aquel laberinto de personajes del más variado origen y la más ignota procedencia, dice con toda su más sincera humildad: Stracciá... te quise mucho.
Y si es cierto que Stracciá anda vagando entre los boliches de alguna estrella, seguramente aceptará la confesión amistosa y responderá agradecido: Gracias, Aldo. ¡Yo sabía que no me ibas a olvidar!


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 29 y 30.

Cuadro de primera división de comercial en 1916

Componentes: C. Hansen, J. Bugarini y E. Fanessi; A. Margoni, J. Casarica y G. Belavigna; 
A. Silenzi, O. Rossini, E. Mux, A. Mackenzie y O. Vallejos. Linesman: A. Pampín.
Presidente: M. Troncoso. Secretario: A. Ferri.
Mascota: A. Camilucci.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994.

lunes, 8 de mayo de 2017

Mario Loco

De loco no tenía nada. Era muy personal, independiente, introvertido. Los psicólogos hoy tendrían muy sólidos argumentos para descifrar algunas de sus actitudes entonces incomprensibles, pero en aquel tiempo no había psicólogos. Se vivía sin saber por qué pasaban cosas que ahora tampoco se saben pero hay quienes las explican, después de largas sesiones de diván...
Tal vez algún complejo ancestral, algún extraño deseo infantil no satisfecho o algún complicado mecanismo funcional que no funcionó, vaya uno a saber qué le dirían hoy los popes del sofá. Lo cierto es que el calificativo de loco era arbitrario. También le decían Zapata y otras cosas parecidas. Era hermano de Feluche Desimone y vivía en Cabral, cerca de Magallanes, a pocas cuadras de la cancha de Comercial.
Tendría unos trece o catorce años cuando se metió debajo de una casa de aquellas sostenidas sobre pilotes para evitar la inundación. No salía. Dos chafes, como se le decía a los policías, trataban de sacarlo. Lo hostigaban con largas cañas que Mario les quitaba y guardaba en su refugio improvisado. Entre los agentes no estaba Jacinto.
Mario salió cuando se le antojó.

También jugaba al fútbol Mario. Iba al frente. Ponía pierna. Pierna fuerte.
- ¿Ves este diente partido...?, dice el Cholo Gaggiotti.
- ¿No me dirás... que... la culpa es de Mario...?
- Sí, me lo rompió Mario en la canchita de Marina, que estaba detrás de la subprefectura. Me agaché a cabecear, él la quiso rechazar de voleo y me la dio en la jeta.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 28 y 29.

El Piojo

Rubio, no muy alto, buen amigo. Filiberto Cristini vivía en el Boulevard XX pero frecuentaba largas tenidas callejeras en Elsegood con gente "del otro lado de la vía", como se decían, mutuamente, los de aquí y los de allá. Murió joven Cristini. Y en el aviso fúnebre, al lado de su nombre y los datos personales del obituario, se agregaba el de su pedicular sobrenombre: el Piojo.
Las señoras gordas, horrorizadas, suponiendo una falta de solemnidad ante la muerte, decían: ¡Qué barbaridad...! ¿Cómo le van a poner ese seudónimo en el aviso fúnebre?
Señora, si no lo identifican con su apelativo popular, ¡nadie va a saber de quién se trata...!

Era muy amigo de sus amigos Filiberto Cristini. En tiempos en que era imprescindible salir a todas partes con documentos de identidad, cayó la cana al boliche de Oros, en Guillermo Torres, al lado del bar de Mingo Bugarini.
- Documentos..., dijo el oficial con estudiada severidad.
Nadie los tenía. Nadie salvo el Piojo, que se salvó del camión de culata. Cuando iban ingresando, en fila, rumbo a la seccional, Cristini sacó la cara por su amigo Gamero, el Torta.
- Oficial, ¿me permite...?
- Sí, qué querés...
- Yo le pediría que "lo largue" al señor Gamero, que es un hombre de bien y de trabajo...
El oficial miró al agente que lo acompañaba y le dijo, señalando al Piojo:
- Metelo a éste también...


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 28.