lunes, 6 de julio de 2015

Chufalá


Era un clásico: jugaba bien a la pelota a paleta, al fútbol... Se lució en la primera de Comercial y los viejos aficionados recuerdan un gol que le marcó a Liniers, en la Avenida Alem, desde más de 40 metros. Levantó la red y sacudió la tierra. Fue en el arco de la avenida y el arquero no la vio pasar. El sol en contra permitió que viéramos el humito de la red y la pelota, cuando las canchas eran tierra pura y no había ni siquiera una matita de césped. Su nombre era Francisco, hermano de Enrique y de apellido Godardo.
Los que no lo quieren dicen que tiene un récord: se jubiló sin haber trabajado nunca. (Bueno... récord como ese, si fuera cierto, hay tantos en el país... por algo las cajas están como están...) Además no es verdad. Trabajó Chufalá. A veces con Elizondo, y una vez anduvo por Comodoro Rivadavia...
Cuando jugaba en Comercial lo marcaban a presión. En un partido duro Coria lo trabó y el juez pitó. Chufalá siguió con la pelota, Coria le metió la pierna y lo quebró. Allí terminó la carrera futbolística del puntero derecho, sombra negra de Liniers...

Aníbal Troncoso le tiró un gancho. Lo llevó a Tigre donde lo probaron, pero ya andaba por los treinta y dos o treinta y tres años y estaba terminado. Se quedó como tres meses en Buenos Aires con Melón... Cuando regresó, más bohemio todavía, pasaba noches enteras en el Curacó.

Cuando Alberto Castillo pasó por White preguntó a quién podía nombrar, en una broma que repetía en todas las ciudades, para dedicarle el candombe "Cachivachero". Le dijeron que el candidato ideal era Chufalá. Se lo dedicó a Chufalá. Chufalá lo festejó. Pero después lo embalaron: Chufalá... te cargó Castillo... te hizo quedar mal...
Entró como caballo con careta. Y fue a buscar a Castillo por todo el pueblo. Cuando lo encontró lo quería reventar. ¡Lo tuvieron que parar...! El "tordo" cantor no entendía nada...


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 22 y 23.

El señor cura y el diablo


Hacía frío aquella noche y los traspuntes llevaron unas botellas de anís y ginebra. En "El señor cura y el diablo" tenía una escena final en la que debía entrar un agente de policía. Era Antonio Gómez. Y ya en el primer acto quería entrar... Parecía indignado por la escena de injusticia que veía (doble) desde bambalinas. Tito Distéfano lo paraba: No, Antonio...¡todavía no!
Cuando llegó la hora de entrar, Antonio no se tenía en pie. Se había limpiado las botellas y le salía humo por la chaqueta. Gianetto estaba desesperado. Llegaba el momento y el "chafe" se caía. No había bastón, ni siquiera un poste para sostenerse. Le puso una silla entre las manos y lo empujó a escena. Se acabó el drama... Cuando cayó el telón también se cayó el cana. Y esa noche durmió en la sala uno del Municipal.
A esa situación la llamaban "sbornia".

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 22.

Gianetto Belavigna


Fue uno de los mejores directores de teatro, sino el mejor. Pero... ¿quién le enseñó...? ¿Dónde aprendió...? ¿En qué escuela se graduó...? Respuestas: leyendo teatro, en la vida, en la escuela del instinto, de la intuición, de la vocación. Cuando dirigía era muy severo. No aceptaba que los actores no conocieran la letra ni que se descuidaran en escena. En los ensayos insistía hasta que salía como él pretendía.
- Así era Gianetto, dice Sara García, una de las actrices preferidas.
- Pero también actuaba.
- Sí, y lo hacía muy bien, con un gran amor por el teatro, como lo poníamos todos. Ninguno era profesional pero poníamos el alma en cada obra, en cada escena, en cada palabra.
- Cuando usted debutó ¿la dirigió Gianetto?
- No sólo eso, sino que como en casa no veían con mucho entusiasmo que yo actuara en teatro, Gianetto y Pablo Gobart fueron a hablar con mi padre. La seriedad, la responsabilidad, la personalidad de los dos hizo que desaparecieran todos los temores...

También bailando el pericón debuté con Gianetto, dice Sara García. Después me ponían de pareja con todos los debutantes y los menos aplicados. Para que los amansara...

Cuando se inauguró el salón de La Siempre Verde el elenco que dirigía Gianetto presentó el sainete de Alberto Vaccarezza "El conventillo de la Paloma". Josefa Firpo era la dama joven, Gianetto hacía de Villa Crespo y un actor bahiense de Paseo de Julio; Sara personificaba a la gallega y su hermana Dora a la turca. Fue un gran suceso que debieron repetir varias veces.
La Siempre Verde fue fundada en 1907 pero el salón de la calle Siches 4041 fue construido muchos años después. Cuando se fundó el nombre era: Sociedad Recreativa, Coral y Musical La Siempre Verde.


También era celoso de su trabajo. En una oportunidad Comercial organizó un festival en la Italiana y La Siempre Verde otro, simultáneamente, en su salón. El de Comercial estuvo más concurrido. A la tarde siguiente (aunque Gianetto era tan comercialino como el que más...) a su paso por Siches, alguien deslizó una indirecta:
- ¿Qué tal... fuiste al velorio anoche...?
Gianetto reaccionó y lo encaró:
- Usted no tiene derecho a ofenderme... Lo que dijo es un agravio y no se lo voy a permitir...
- Disculpe... tiene razón. Le pido mil perdones... Nunca más lo haré.
Hiciste bien, Tulio. Para disculparse también hay que ser hombre. Y si uno mete la pata, hay que saber rectificarse.
En el acto del sepelio de Marcos Mardirós, dijo Gianetto Belavigna que éste había sido el precursor del teatro de aficionados, que ya en 1908  emocionaba al público con las obras "Muerte civil", "La carcajada", "Los dos sargentos" y otras. Quienes lo veían actuar y dirigir lo consideraban un maestro y trataban de imitarlo.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 20 a 22.



Plantas y flores en el Pasaje Santa Rosa


Cuando dejó su cargo en la prefectura de White don Teófilo se fue a vivir a la capital federal. Tenía su residencia en el pasaje Santa Rosa, en Palermo, a poca distancia del Jardín Botánico. Desde la casa hasta la puerta de calle había un senderito bordeado de flores y plantas.
Don Teófilo, casi todas las mañanas, iba a sentarse a las plazas cercanas y llevaba los matutinos que leía con atención durante varias horas. Y además llevaba un cuchillo con el que solía "levantar" algunas plantitas, sin depredar, sin dañar, más bien conservando las especies, bastante descuidadas en los jardines botánicos y plazas de la zona, y las sembraba en su casa.

La calle Maipú era muy angosta. Lo sigue siendo. Tiempo atrás circulaban por su angostura los viejos tranvías que dieron a Buenos Aires una fisonomía propia y peculiar. Por Maipú pasaban tranvías. Y como había estacionamiento a la derecha, entre el paso del armatoste de hierro y madera y los coches estacionados apenas pasaba, con talco, un coche más. A la altura del 500, entre Tucumán y Lavalle, la vía estaba tan cerca de la vereda que al pasar el tranvía ocupaba parte de la acera. Por allí andaba Salustio una mañana cuando un tranvía lo golpeó. Lo golpeó duro y lo arrojó contra la pared. Fue un golpazo.
Se recuperó después de varias semanas de reposo y medicación. Pero no pudo reponerse totalmente. Es posible que las consecuencias de aquel porrazo le hayan provocado lesiones que derivaron en su muerte poco después. Tenía ochenta años. Una calle del puerto lleva su nombre.


Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; p. 20.

Don Teófilo Salustio


Teniente de navío retirado, subprefecto don Teófilo Salustio... Era su carta de presentación. Un tipo servicial y generoso. Pero le disparaban con ganas. Invitaba a una cerveza pero el convite podía durar toda la noche. Muchas madrugadas se extendían hasta que calentaba el sol. Una noche de verano, a la salida del cine, estaba con unos amigos en la vereda del Bar Estrella.
- Buenas noches, señor prefecto...
- Psssttt... venga para acá. ¡Siéntese!
Cerveza, más cerveza. Campanas de las horas cortas y un acompañante que se va. Mejor, que intenta irse. Salustio hace sonar su silbato y llega el marinero:
- ¡Vaya y tráigame a ese señor!
A las seis de la mañana se fueron los tres: Atilio Rodríguez Fontán, Salustio y el capitán... el que quiso irse a las dos.

Tardecita de verano. Un chico de unos doce o trece años paseaba su apacible felicidad por el hall de la estación. Un estornudo, como un ventarrón, turbó su paz.
- Salud..., dijo, y siguió su camino.
- Oiga jovencito... ¿usted dijo salud?
Era el prefecto. Si lo hubiera sabido me callaba la boca..., pensó el purrete. Lo hizo sentar en la barra. Pidió un vino. El chico tomaba a sorbitos. El barman sonreía de costado adivinando el susto. Después el prefecto le puso la mano sobre el hombro y lo llevó, despacito,  camino del Bar Unión. Cuando pasaron por la prefectura le dijo:
- Tengo unos calabozos nuevos, muy lindos, ¿los quiere conocer?
- No, gracias señor... ¡otro día!
Se sentaron y Salustio pidió cerveza y dos vasos. El prefecto de espaldas a Prefectura y el pibe de frente al puerto. El paso de un amigo distrajo a Salustio que desvió su mirada para conversar. El chico saltó el zanjón como un canguro y en tiempo récord llegó a la esquina de Siches sin mirar atrás. Desde la verdulería de Greco pudo observar la sorpresa del prefecto. Después, durante meses, cuando René Fernández lo veía venir a Salustro, cruzaba la calle, no fuera que lo reconociera...

Una vez Américo Luciani dijo algo que no le agradó a don Salustio. El prefecto sacó su pistola y amagó tirarle. Américo corrió los cien metros más rápido que Carl Lewis en Seúl. Lástima que no había quien registrara tiempos...

En la prefectura tenía un zoológico en miniatura. Un guanaco, un pavo real, varios perros, chivas, águilas, cóndores... de todo había. Los cuidaba el Negro Durán. El guanaco era peligroso. Si no le gustaba alguna presencia lo hacía saber con un escupitajo. Mal genio, el tipo.

Extraído de "Historietas Whitenses", de Ampelio M. Liberali. Museo del Puerto. Edición de la Cocina del Puerto de Ingeniero White. Bahía Blanca. Octubre de 1994; pp. 18 y 19.